Emilio Ruiz Rodríguez
Fundación Síndrome de Down de Cantabria
Fundación Iberoamericana Down21
Sumario
- Integración vs. inclusión
- Inclusión: un paso adelante
- ¿Qué es la inclusión?
- Factores que facilitan la inclusión
- Factores que entorpecen el proceso inclusivo
- La inclusión educativa de los niños con síndrome de Down
"Para criar a un niño hace falta la tribu entera". Proverbio africano.
1. Integración vs. inclusión
La controversia entre los conceptos integración e inclusión ha dado lugar a un amplio debate terminológico entre los profesionales, que no siempre ha sido de utilidad para la defensa de sus intereses comunes (Verdugo, 2003; Echeita y Verdugo, 2004b). De hecho, a pesar del recorrido positivo que se ha producido en aras de la inclusión, en la realidad escolar y social actual se entremezclan prácticas variadas, muchas de ellas correspondientes a paradigmas ya superados hace tiempo.
En el caso de la integración, es posible que la excesiva difusión de este término durante tantos años en nuestro país, tras las sucesivas leyes educativas que trataron de promocionarlo, en muchos casos utilizándolo para justificar prácticas escolares poco integradoras, haya producido cierta desvalorización e incluso desgaste de la palabra. Sin embargo, el vocablo integración, etimológicamente relacionado con “integer”, “intacto, entero”, nos remite a la necesidad de “completar un todo con las partes que faltaban”; o, lo que es lo mismo, integrar supone exigir que todas las personas, con o sin discapacidad, participen plenamente en la sociedad para que ésta llegue a estar completa. La integración como modelo presenta limitaciones claras, por su intento de amoldar a los alumnos a las exigencias del sistema educativo general, cuando lo preciso es desarrollar e incluso transformar ese sistema para que se adapte a las necesidades del alumno (Ainscow, 2001b).
El modelo inclusivo, a pesar de suponer en la práctica un paso adelante respecto a la integración, se sustenta en un anglicismo, una palabra importada que modifica su significado al castellanizarse. “Incluir” en castellano es “poner algo dentro de otra cosa o dentro de sus límites” y su raíz etimológica proviene del latín “concludere” cerrar, encerrar, terminar. Incluir es encerrar dentro de algo y esa connotación no deja de impregnar el término inclusión, dejando cierta sensación de que, al incluir a un niño en la escuela, le estamos encerrando físicamente entre las paredes del aula.
No es esa la esencia del concepto, como se verá más adelante, sino que, por el contrario, las escuelas inclusivas buscan precisamente modificar el entorno para acoger a la persona con discapacidad. De hecho, la inclusión supone un cuestionamiento crítico de la integración, tal y como se está implementando en los países de nuestro entorno (Susinos, 2002). En lo que respecta al presente texto, los términos integración e inclusión se alternarán y en muchos casos se emplearán como sinónimos, aun a sabiendas de que se ha de tender hacia la inclusión educativa. Y la razón es que, en la práctica, las medidas integradoras y las inclusivas se entremezclan y enlazan de tal manera que acaban por confundirse, por lo que toda intervención que respalde la normalización de la vida escolar de los alumnos con síndrome de Down no puede más que ser recibida con satisfacción.
2. Inclusión: un paso adelante
El proceso social que se produce en la inclusión de las personas con discapacidad ha seguido, históricamente, unos pasos bien definidos. Siguiendo la secuencia lógica en la evolución de los sistemas educativos (Parrilla, 2002; Verdugo, 2003; Cano, 2003), la exclusión representaría la fase en la que se niega el derecho a la educación de determinados colectivos. Las referencias históricas de las que disponemos apuntan hacia la segregación y hasta la eliminación de los sujetos con algún tipo de deficiencia, como hacían los espartanos con los niños deformes o insanos, que arrojaban a un barranco en el monte Taigeto. Las personas con discapacidad intelectual, por ejemplo, fueron consideradas durante muchos años apenas entrenables para hábitos de autonomía básica, por lo que permanecían en sus hogares o eran internados en los centros clínicos o psiquiátricos, donde convivían incluso con personas con trastornos mentales o delincuentes. No se valoraba la posibilidad de que pudieran ser objeto de educación, por lo que no había una institución educativa que les acogiera.
El paso a la segregación partió del reconocimiento de la posibilidad de educar a las personas con discapacidad. En la segunda mitad del siglo XVIII se comenzaron a aplicar programas educativos dirigidos a individuos que presentaban algún tipo de deficiencia, en este caso sensorial, condición que siempre ha estado de alguna manera a la vanguardia. Las instituciones creadas en París por Juan Bonet y el abad De L’epée para personas con sordera y por Valentín Hüay para personas con ceguera, donde se formó Luis Braille, son buenos ejemplos. El siglo XIX, denominado por algunos autores la era de las instituciones (Toledo, 1981; García, 2004), supuso su internamiento en centros especializados, creados ex profeso, aunque en ellos se entremezclaban personas con discapacidades heterogéneas, físicas, sensoriales, retraso mental y hasta trastornos psiquiátricos.
Sin lugar a dudas, el paso de la desescolarización a la educación especial, producido en los últimos años del siglo XIX, supuso un avance extraordinario en el trayecto educativo hacia la normalización de los alumnos con necesidades educativas especiales, que pasaron a ser objeto de intervenciones educativas sistemáticas. Su ingreso en centros de educación especial permitió comenzar a considerar a las personas con discapacidad como merecedoras de una educación y a plantear para ellas programas educativos adaptados. Esa formación, en un principio, era proporcionada en instituciones educativas paralelas, apartadas de los circuitos educativos normalizados. Los centros creados a este efecto se situaban en muchos casos en lugares retirados de pueblos y ciudades, alejados de la población general, no se sabe si para proteger a las personas con discapacidad de una sociedad que no les entendía o para resguardar a la sociedad de la influencia o la cercanía de estas personas. Muchos de los centros específicos o de educación especial actualmente existentes ejemplifican este modelo, pues se sitúan en zonas del extrarradio de la ciudad y están rodeados de vallas o setos separadores. Este modelo, que se ha prolongado hasta los últimos años del siglo pasado, se sustentaba en políticas de la diferencia, específicas para cada grupo de personas en situación de desigualdad.
La integración escolar asume la existencia de una única institución educativa, que ha de acoger a todas las personas, sean cuales sean sus necesidades educativas. Apareció ligada al concepto de normalización y se originó a partir de luchas parciales, de colectivos de padres y profesionales de asociaciones especializadas, que reivindicaron el derecho de quienes tienen algún tipo de discapacidad a participar en la misma institución escolar que los demás, rechazando la obligatoriedad de internarlos en escuelas de educación especial segregadas (Jarque, 1984; Cuadernos de Pedagogía, 1984; Susinos, 2003). Aunque este movimiento se produjo en torno a los años sesenta del pasado siglo, en España se concretó en la práctica oficialmente a partir del programa de integración escolar puesto en marcha en el curso 1985/86, a raíz de la promulgación del Real Decreto de Ordenación de la Educación Especial (MEC, 1985; Echeita, 1991). Con anterioridad la Ley de Integración Social de los Minusválidos (LISMI, 1982), permitió dar importantes pasos hacia la integración social de las personas con alguna minusvalía, estableciendo los principios de normalización, sectorización de servicios, integración y atención individualizada, en las actuaciones de las administraciones públicas. La integración supone, por tanto, un avance, aunque fuerza a las personas con discapacidad a adaptarse para poder responder a las demandas de un sistema educativo que les recibe, en ocasiones con resignación, pero que no se siente obligado a realizar ningún cambio para favorecer su incorporación. De hecho, se basa en el reconocimiento de la igualdad de oportunidades en educación, pero limitando esa igualdad al acceso a la educación, sin garantizar el derecho a recibir respuestas a sus necesidades ni a la igualdad de metas.
La inclusión educativa, por último, representa la meta final, el objetivo al que han de dirigirse los sistemas educativos, que entienden que hay una única institución, en la que todo el mundo tiene el mismo derecho a participar (Ainscow, 2001a). El énfasis se desplaza del individuo, al que hasta entonces se consideraba que había que integrar entrenándolo específicamente, a las modificaciones que se han de realizar en el ambiente para aceptar como un igual a cualquier persona. La escuela inclusiva no se conforma con admitir a las personas con síndrome de Down y otras discapacidades, sino que modifica su estructura organizativa, su currículum, su proceso de enseñanza-aprendizaje, su metodología, sus sistemas de evaluación, su estilo docente, para adaptarse a las peculiaridades de estos alumnos, que son también los suyos. En definitiva, la inclusión sería el paso final en la continuidad lógica del desarrollo de los sistemas educativos a través de los tiempos, aunque por definición, siempre inconclusa y siempre inalcanzada.
La evolución de la escuela con respecto a la mujer en su tránsito por la educación, ha seguido un proceso similar. De las épocas en las que las mujeres eran excluidas, en el convencimiento de que no era lícito que pudieran gozar del derecho a la educación, se pasó a la educación segregada, con colegios para niñas separados de los de los niños, en los cuales se trabajaban objetivos y contenidos educativos diferentes. La integración escolar conjunta pasó por una fase de coeducación, que aún se vive en determinados aspectos, en la que la mujer compartía espacio físico, pero no siempre era objeto del mismo trato que el hombre. El currículum oculto todavía contiene elementos indicativos de esta fase, reflejados, por ejemplo, en el menor número de referencias relacionadas con mujeres en los libros de texto o en el lenguaje sexista aún vigente. La inclusión educativa representaría el modelo ideal, con una educación conjunta, igualitaria y equitativa entre hombres y mujeres.
3. ¿Qué es la inclusión?
La inclusión escolar, por tanto, representa la última fase en ese proceso lógico y ético de incorporación de las personas que son diferentes a los entornos educativos ordinarios. Es un modelo teórico y práctico de alcance mundial dirigido a la mejora escolar, que nace desde la Educación Especial en el contexto anglosajón y que defiende la necesidad de promover escuelas para todos, en las que todos puedan participar y ser recibidos como miembros valiosos de las mismas. Es clave para su difusión la aparición del denominado “Index for Inclusion” (Booth y col., 2000), publicado en el Reino Unido y que se ha mostrado como un valioso instrumento para ayudar a los centros escolares a desarrollar procesos que mejoren la participación y el aprendizaje de todo el alumnado. Se basa en un sistema de autoevaluación de los centros, que a través de la investigación-acción, busca crear culturas inclusivas, elaborar políticas inclusivas y desarrollar prácticas inclusivas (Sandoval y col., 2002). La inclusión plantea una perspectiva social más amplia, por lo que se suele considerar un paso adelante respecto a la integración. No es el modelo hegemónico en la actualidad, pero está extendido por todo el mundo.
Reflexionar sobre los elementos clave del proceso inclusivo nos permitirá hacer un planteamiento educativo acorde con esta perspectiva (Barton, 1998; Booth y col., 2000; Ainscow, 2001a,b; Ainscow y col., 2001a,b; Susinos, 2002; Revista de Educación, 2002). La inclusión no es una meta, un objetivo, algo que se logra, sino que es un proceso, un plan abierto, una búsqueda interminable de formas de responder a la diversidad. No es un estado, un problema de sí/no o de logro de unos objetivos. Ninguna escuela está totalmente a cero en el proceso de inclusión; todas ellas están en marcha, están en movimiento, “caminan hacia” … la inclusión. No hay centros absolutamente excluyentes-exclusivos, todos son inclusivos en algún grado y se hallan en algún punto, más cercano o más alejado, de ese recorrido. Y todos tienen que mejorar en su viaje hacia la inclusión. Por ejemplo, un colegio en el que hay coeducación y en la que comparten la escolaridad hombres y mujeres en igualdad de derechos, ya ha dado un paso importante hacia la inclusión, aunque en el ámbito de la atención a personas con discapacidad esté más atrasado.
La inclusión es un camino que se hace al andar, una dirección que se toma en los centros educativos y a cuyo destino final nunca se llega. Es un proceso en constante elaboración. No hay colegios que se nieguen a admitir a alumnos con síndrome de Down, sino colegios que aún no se lo han planteado o que ahora no están dispuestos a recibirlos, pero todos son susceptibles de acogerlos en un momento u otro. Todas las escuelas reciben a alumnos con algún tipo de dificultad de aprendizaje; el punto de inclusión lo marcaría el grado de dificultad que el centro se siente con ánimos de atender.
La inclusión supone participación (Ainscow y col., 2001a). Ello conlleva la necesidad de identificar y eliminar las barreras que dificulten la incorporación de todos y el desarrollo de un óptimo proceso de aprendizaje. La participación implica presencia, por lo que la asistencia es el primer requisito, aunque no es suficiente. Implica calidad de la experiencia, por lo que no admite propuestas educativas para personas normales y propuestas para personas diferentes. Y la participación implica, por último, el logro de unos resultados, la consecución de un rendimiento de quien es admitido en la escuela inclusiva. No basta con que estén presentes, han de alcanzar sus propias metas. Por supuesto, la participación presupone una bienvenida, una aceptación de las personas con síndrome de Down por ser quienes son y tal como son.
La inclusión dirige sus esfuerzos de manera especial hacia los grupos en riesgo de exclusión. No es un problema sólo de alumnos con necesidades educativas especiales o con discapacidades más o menos graves, sino que entiende que todos los alumnos son en algún momento candidatos a ser excluidos (Sandoval y col., 2002). De hecho, no sólo se enfoca a grupos o colectivos, sino que su objeto fundamental de atención han de ser las personas individuales, que aun no perteneciendo a un grupo, se encuentran expuestos, en uno u otro momento, a algún tipo de exclusión social. Las personas con síndrome de Down son uno de esos grupos de riesgo que, si no son admitidas en los colegios ordinarios, comienzan su andadura hacia la integración social con enormes carencias.
La inclusión implica la reestructuración de culturas, políticas y prácticas en las escuelas, desde una perspectiva de crisis positiva. Requiere que se instauren nuevos modos de pensar y de hacer, de organizar y gestionar la diversidad. Supone una vía hacia la mejora de la escuela, tanto para alumnos como para profesores. Por supuesto, la inclusión educativa de los alumnos con síndrome de Down y con otras discapacidades marcaría el horizonte, pero en ese camino los profesores son también beneficiarios del proceso inclusivo. Es un hecho contrastado que en las escuelas que progresan en esta dirección, las actitudes cambian y las creencias de los implicados se transforman.
Por último, ha de fomentar las relaciones mutuamente alimentadas entre escuela y sociedad. La inclusión en la educación es una parte de la inclusión en la sociedad. De hecho, no es posible conseguir cambios significativos en el funcionamiento de los centros sin el apoyo “en sintonía” de la sociedad (Echeita y Sandoval, 2002). En la otra dirección, la escuela inclusiva es a la vez un microcosmos y un camino hacia la sociedad inclusiva. Los centros educativos ejercen un papel fundamental en el estímulo de una sociedad en la que todos son valorados y donde se considera que todos tienen algo que aportar y con lo que contribuir (Ainscow, 2001a,b). Y dentro de ella, la familia ha de tener las puertas de la escuela siempre abiertas para recibir sus aportaciones, sus dudas, sus inquietudes, sus sugerencias. Se aprecia a través de estas líneas, que el desafío de la inclusión no es sólo función del profesorado, sino que incumbe a toda la comunidad educativa y a toda la sociedad, aunque es fácil deducir que en el ámbito escolar los docentes son un elemento esencial en ese proceso.
4. Factores que favorecen la inclusión
Los principios rectores de la intervención con los alumnos con necesidades educativas especiales, derivados del principio fundamental de inclusión, han de ser la normalización o participación en todos los ámbitos de la forma más normalizada posible y la integración educativa. A ellos deberían añadirse la personalización y la flexibilidad, La personalización anima a no perder de vista las características individuales de cada sujeto, aunque se hagan planteamientos globales. La flexibilidad en las intervenciones, permite adaptarse a las circunstancias personales y contextuales de cada situación, huyendo de preceptos de actuación rígidos e inamovibles.
La actitud social favorable hacia la inclusión es requisito sine qua non para su correcto desarrollo. Es precisa una sensibilización previa de la comunidad educativa y la desmitificación de los conceptos erróneos respecto a lo que supone la integración para el centro (Bernal, 2007). Si las personas involucradas en el trabajo diario no creen en la viabilidad del proyecto, difícilmente podrán aportar el entusiasmo preciso para llevarlo a cabo. Más aún, mostrarán actitudes de rechazo abierto o de resistencia u oposición encubiertas, que entorpecerán el avance o darán al traste con las medidas acordadas. Se han de clarificar también, sacándolas a la luz, las ideas preconcebidas y erróneas, por ejemplo, respecto a la posible pérdida de calidad o de nivel educativo en el centro, o a los supuestos efectos perjudiciales que tiene la presencia de alumnos con síndrome de Down o con otras discapacidades en la escuela, para sus compañeros.
Es conveniente partir del análisis de la realidad existente en cada centro. Por eso los modelos de intervención impuestos desde arriba, por parte de la administración, no suelen dar buenos resultados. Las escuelas deben tener libertad para elaborar su propio currículum, a tenor de las características personales y socioculturales de sus alumnos, como consecuencia de un proceso de investigación-acción permanente (Molina y col., 2007). El fomento de la autonomía de los centros educativos en este aspecto es beneficioso para la inclusión, cuando en ellos se respira una atmósfera favorable. En último término, se debe considerar a la escuela como el núcleo del cambio (Sandoval, 2002). Se han de revisar las normas y rutinas del centro, el llamado “currículum institucional” o “currículum oculto”, sacando a la luz costumbres, formas de actuar, vicios adquiridos en cada centro y que pueden suponer un escollo insalvable en el camino hacia la inclusión, si no son detectados a tiempo. Es necesario un detallado análisis de las prácticas existentes, identificando las buenas prácticas y poniendo atención a las formas de trabajar que están creando barreras a la participación y aprendizaje de algunos estudiantes (Ainscow, 2005). Y a partir de esa realidad buscar sistemas de mayor flexibilidad curricular y organizativa. La flexibilidad ha de presidir las actuaciones a la hora de preparar las programaciones, seleccionar los objetivos, aplicar la metodología, organizar los agrupamientos, acondicionar los espacios, reservar los tiempos, buscar los recursos, elaborar los materiales o planificar la evaluación.
La inclusión supone avanzar hacia una cultura de la colaboración, orientada hacia la creación de una comunidad segura, acogedora y colaboradora. La colaboración es fundamental en tiempos de cambio e incertidumbre y la incorporación de alumnos con síndrome de Down y otras discapacidades a la escuela, crea incertidumbre. Es preciso aumentar las vías de colaboración en todos los niveles. Colaboración entre alumnos, con estrategias como el aprendizaje cooperativo, la tutorización entre iguales o los sistemas de mediación. Colaboración entre profesores y entre profesores y profesionales de apoyo, con planificación colaborativa, docencia compartida, grupos de trabajo o creación de equipos docentes, que hacen imprescindible la búsqueda de espacios y tiempos de planificación conjunta. Colaboración entre escuelas, por medio de agrupamientos, redes o seminarios. Colaboración entre escuelas y otras instituciones (asociaciones y fundaciones especializadas, organismos públicos, ayuntamientos, voluntariado, ONGs, …), con la apertura del centro al entorno, buscando la forma de articular proyectos comunitarios. Y en especial, colaboración entre escuelas y familias, pues comparten la responsabilidad de ser las dos columnas fundamentales que sustentan la educación.
Es preciso encontrar lugares y tiempos formales de intercambio para la cooperación profesional, que permitan poder hablar de las dificultades docentes. Para favorecer el aprendizaje del alumnado hay que vigorizar el aprendizaje de y entre los profesores (Ainscow, 2001b). La colaboración entre profesores es un pilar fundamental y una de las estrategias básicas para lograr que la inclusión se desarrolle con garantías de éxito. Se basa en el convencimiento de la bondad del conocimiento compartido y en el hecho de que éste se encuentra repartido. El trabajo en equipo del profesorado es una vacuna contra el desaliento, además de impulsar el logro de los objetivos educativos con mayor facilidad. Uno de los secretos mejor guardados para comenzar proyectos de innovación educativa, es el trabajo conjunto de los docentes para compartir proyectos (Bonals, 1996; Antúnez y col., 2002; Cembranos, 2003).
La inclusión requiere dedicar tiempo a dialogar, a llegar a acuerdos sobre perspectivas pedagógicas, a compartir dudas y certezas. Se ha de partir de una idea clara y común de la inclusión y asumir la corresponsabilidad del proyecto, que abarque más allá del aula, al centro, al entorno y a la administración educativa. Es admisible ir por caminos distintos, pero teniendo todos muy clara la meta final. No podemos estar siempre responsabilizando a otros: “es que el colegio”, “es que la familia”; “es que los profesores”, “es que la administración”; “es que los alumnos vienen poco preparados de Secundaria, … de Primaria, … de Infantil”. Cada uno ha de asumir su parte de responsabilidad.
Es indispensable cuidar las transiciones, los pasos de los alumnos de una etapa a otra, para que el proceso inclusivo no se estanque o sufra fuertes variaciones entre los diferentes niveles. La inclusión se extiende a lo largo de todas las etapas educativas y más allá de la escolaridad, y al ser, por definición, un proceso dinámico, necesita que los movimientos de una etapa a la siguiente mantengan la filosofía de base y compartan criterios comunes de actuación.
Es esencial la formación del profesorado, inicial y permanente, tanto la proporcionada en las escuelas universitarias como la desarrollada en los centros de profesores. Son factores fundamentales en el éxito de la integración, la actitud favorable de los docentes y su formación y capacitación. No es admisible la disculpa de la falta de preparación técnica, ya que un profesor que sienta que no está formado para atender a determinados alumnos, tiene la obligación moral y profesional de capacitarse. Por otra parte, los profesionales nunca, como ahora, han disfrutado de tantas posibilidades de formarse y de informarse. Cuentan en la actualidad con especialistas en los colegios con funciones de apoyo y asesoramiento; con centros especializados, asociaciones y fundaciones, siempre dispuestos a apoyar la integración escolar; con abundante información, tanto en forma de bibliografía, revistas especializadas y artículos profesionales, como accesible a través de Internet; y con numerosas alternativas de formación, cursos, congresos o seminarios, locales, regionales, nacionales e internacionales. Es imprescindible, además, acercar la formación permanente del profesorado a las aulas, de forma que puedan llevar a la práctica los nuevos enfoques en el contexto de sus propias clases (Ainscow y col., 2001a).
La implicación activa de los responsables educativos, tanto de la administración como de los centros concretos, también es un aval para el óptimo desarrollo del proceso inclusivo. La legislación favorable a la inclusión ha mostrado su poder para el establecimiento de medidas en este terreno (Verdugo, 2003). Sin embargo, posteriormente han sido los responsables de la administración los que han debido concretarlas en la realidad diaria de las aulas. Se ha de resaltar, en ese sentido, la función determinante que han desempeñado en muchas ocasiones los servicios de inspección para alentar o estancar la integración de los alumnos con síndrome de Down en los colegios. El equipo directivo, con el director y el jefe de estudios a la cabeza, por su poder para tomar decisiones organizativas y pedagógicas y dinamizar las actuaciones que se acuerden, han de liderar activamente este proceso si se pretende que llegue a consolidarse de forma permanente en los centros (Molina, 2003). No se puede dejar de mencionar la necesaria dotación financiera, que permita la concreción y aplicación de los principios legales proclamados, para que no se quede en una mera declaración de intenciones o formulación de buenos deseos (Jarque, 1984).
5. Factores que entorpecen el proceso inclusivo
Las tendencias a la homogeneización, sustentadas en el “mito de calidad” o de “excelencia académica”, aplicadas en el aula, en el centro o en la administración, siempre perjudicarán a los alumnos con dificultades de aprendizaje. La calidad de la educación no se logra con la selección natural o artificial de los mejores, sino mejorando la educación para todos, con propuestas que aúnen equidad y calidad. Los grupos homogéneos presuponen que separar a quienes tienen menos capacidad va a beneficiar a los más capacitados, y por tanto, estarán siempre en oposición al concepto de inclusión. Agravado todo ello con la competitividad entre centros para “mejorar la calidad”, batalla en la que se producen muchos daños colaterales entre los alumnos que se salen de la norma, que son siempre las víctimas inocentes de los procesos de selección de los más dotados. El reto está en encontrar la manera de atender a la heterogeneidad, consiguiendo que aprendan juntos y hasta el máximo de sus posibilidades, alumnos diferentes, más que organizar la homogeneidad, buscando formas más o menos “justas” de separarlos (Pujolàs, 2001) .
El currículum común y uniforme para todo el alumnado, es una rémora importante a la hora de responder a la diversidad del alumnado. El currículum obligatorio produce un marcado efecto segregador, pues siempre habrá alumnos que no lleguen a alcanzarlo. En una escuela para todos, las prescripciones curriculares deberían ser mínimas. La compartimentación del currículum en asignaturas no favorece tampoco la flexibilización. En una escuela sin exclusiones se ha de partir de una concepción amplia del currículum (López, 2007), que permita adaptar lo que se enseña y cómo se enseña, y lo que se evalúa y cómo se evalúa, a las características peculiares de todos y cada uno de los alumnos. Pretender que todos los alumnos han de acceder del mismo modo y al mismo tiempo a los mismos objetivos y contenidos, supone olvidar la riqueza que suponen los diferentes ritmos, formas de aprender, de ser y de estar en la escuela. Un currículum inflexible, centralizado y burocratizado produce mayor exclusión, porque se convierte en un obstáculo infranqueable para muchos alumnos (Susinos, 2003). Se ha de avanzar desde la perspectiva de acceso al currículum, en la que el apoyo se proporciona para conseguir que los alumnos accedan a las lecciones del profesor, a la perspectiva curricular, que se centra en planificar la enseñanza, adaptando el currículum a todos y cada uno de los miembros de la clase (García Pastor, 2003).
La clasificación del alumnado basada en criterios de capacidad o de discapacidad, de conocimientos o dificultades de aprendizaje, de habilidades o falta de ellas, de sexo o de nacionalidad, produce un efecto de etiquetaje que provoca la discriminación de los que tienen algún tipo de marca diferenciadora (García Pastor, 2000). Es muy perjudicial, además, la fórmula que se ha ido extendiendo en nuestro país, de hacer derivar los recursos a los centros educativos en función de estas categorizaciones (Susinos, 1997; Echeita, 1998). Se proporciona especialistas a los colegios en base al número de alumnos con necesidades educativas especiales matriculados, lo que remite de nuevo a sistemas de evaluación de perspectiva clínica, para detectar y diagnosticar esas necesidades, que en muchos casos se convierten en meros trámites burocráticos, sin propuestas pedagógicas claras de intervención.
La inclusión se ha topado con frecuencia con la disposición en la educación a sustentarse en el apoyo experto y el lenguaje de la especialización. Partiendo del supuesto erróneo de que no todos los profesores están capacitados para atender a todos los alumnos, remite a un enfoque en el que los alumnos especiales son responsabilidad de profesores especiales. “Yo no estoy preparado” o “a mí me falta capacitación para atender a alumnos con síndrome de Down” son argumentos frecuentes. Los especialistas, a su vez, asumen tácitamente esta visión y se dedican a efectuar intervenciones individualizadas, a realizar evaluaciones psicopedagógicas o a elaborar las adaptaciones curriculares, saliendo en socorro del supuesto profesor no especializado. Surgen así los especialistas “expertos” que se encargan de todo lo relacionado con el alumno con síndrome de Down, mientras el profesor de aula atiende a los alumnos supuestamente “normales”, con un reparto de responsabilidades que parece contentar a todo el mundo, olvidando al niño. Buena parte de la comunidad educativa sigue pensando que la integración escolar es cuestión de recursos y especialistas, cuando la realidad es que el principio de atención a la diversidad se sustenta en la certeza de que todos los alumnos son responsabilidad de todos los profesores.
Se han de ampliar las funciones de apoyo de los distintos profesionales. El apoyo individual, utilizado como la única estrategia para favorecer la integración escolar de los alumnos con síndrome de Down en los colegios, puede convertirse en uno de los mayores enemigos de la idea de inclusión, aun cuando con frecuencia ha sido defendida como la medida fundamental. Entendido de forma restrictiva, como apoyo individualizado y generalmente fuera del aula o dentro del aula a tiempo completo, más que favorecer, entorpece el proceso de inclusión. Hay muchas otras formas de apoyo que pueden emplearse, por ejemplo, fomentando el refuerzo indirecto, a través de la búsqueda de recursos, la elaboración de materiales o el asesoramiento al profesorado, por parte de los especialistas. El apoyo se puede extender también al grupo de alumnos, a la materia o al profesor, en lugar de entenderse como única alternativa posible el dirigido al alumno de forma individual.
Sin duda, los centros muy grandes son un gran obstáculo para la inclusión (Susinos, 2003). La posibilidad de aplicar medidas de atención a la diversidad y de utilizar los principios de personalización y flexibilidad, es inversamente proporcional al tamaño de los centros. Un elevado número de profesores, de materias o de aulas, empuja hacia intervenciones estandarizadas y burocratizadas, que son contrarias al espíritu de la inclusión. El excesivo alumnado por aula, las ratios elevadas, dificultan también la toma de medidas adaptadas (Bernal, 2007). Los institutos de educación secundaria son una buena muestra y así lo viene demostrando la enorme dificultad que están teniendo los alumnos con síndrome de Down para lograr un aceptable grado de integración en este nivel.
Por último, el miedo a arriesgarse, a probar, a ensayar, a equivocarse, a “perder el tiempo” probando nuevas estrategias educativas, innovando, siguiendo pautas de investigación a través de la acción, dificulta la apertura de las mentes y obstaculiza el camino hacia la transformación radical que precisa la escuela para acercarse al ideal inclusivo. La escuela es un ente vivo y cambiante, que se ha de adaptar a las variaciones que experimentan el alumnado, la tecnología educativa y la realidad social, y a las exigencias que conllevan. Si no probamos cosas nuevas, nunca conseguiremos cambiar y por tanto, no será posible dirigir la intervención hacia propuestas integradoras. El profesor que pretenda acoger a alumnos diferentes, deberá luchar en principio contra quienes pongan en duda la utilidad del esfuerzo. Y necesitará una sólida formación y una información actualizada, que le permita responder a las dudas que se le irán planteando y a los retos que el proceso inclusivo le irá presentando cada día.
6. La inclusión educativa de los niños con síndrome de Down
Los temas complejos han de ser acometidos con perspectivas amplias y desde diferentes campos. Pretender que el abordaje de la inclusión educativa de los alumnos con síndrome de Down se soluciona con una sola medida, bien sea la promulgación de leyes favorables, una mayor implicación del profesorado o la participación activa de las familias y las asociaciones, es pecar de ilusos.
La integración escolar de los alumnos con síndrome de Down se lleva desarrollando en España desde hace casi tres décadas, con aplicación generalizada a partir de la Ley de Ordenación General del Sistema Educativo (LOGSE. 1990). Se encuentra en una fase de cierta estabilidad o tranquilidad, circunstancia que no ha de valorarse de forma excesivamente positiva. Tras la inquietud y el revuelo que provocaron en los colegios las primeras experiencias de integración de los alumnos con necesidades educativas especiales a mediados de los años 80 y su extensión paulatina a todos los centros a partir de la LOGSE en 1990, el profesorado ha ido tomando sus medidas y acomodándose a la nueva situación. Bien es verdad que, en estos momentos, si un padre con un niño con síndrome de Down se acerca a un colegio a matricular a su hijo, le admiten con normalidad, sin poner ninguna de las objeciones que hace 25 años eran habituales. Se puede afirmar, además, que ellos mismos se han convertido en su mejor publicidad dentro de las escuelas. Pero también es cierto que se echa en falta una valoración seria, sustentada en investigaciones rigurosas, de cómo se ha desarrollado la integración escolar hasta ahora y en qué aspectos han de ser revisados sus planteamientos y su aplicación real. La respuesta a algunos de los siguientes interrogantes podría enfocar la investigación futura y aportar luz sobre la realidad del proceso inclusivo de los alumnos con síndrome de Down en nuestro país:
- Un alumno con síndrome de Down por el mero hecho de estar todo el día en clase con sus compañeros, ¿ya está integrado? Quizás se esté considerando con relativa frecuencia la ubicación en el espacio de la escuela como supuesto sinónimo de inclusión, sin que se estén tomando las medidas oportunas.
- ¿Es cierto que a más horas con especialistas (pedagogía terapéutica o logopedia) es mejor la inclusión? No hay estudios que lo confirmen. Pero la administración basa el éxito de la integración en la presencia generalizada de especialistas, que por su parte los padres reclaman cada vez con más insistencia, mientras los profesores de las distintas materias se descargan de un peso que deberían estar asumiendo.
- ¿Se elaboran realmente adaptaciones curriculares para los alumnos con síndrome de Down y con otras necesidades educativas especiales en los colegios? Aun entendida como estrategia favorecedora del proceso de inclusión, la adaptación curricular no siempre es confeccionada y, en no pocas ocasiones, la responsabilidad de su elaboración y desarrollo recae en los especialistas, sin implicación del profesor de aula.
- ¿Es real la inclusión de los alumnos con síndrome de Down en Secundaria? Los resultados que se están obteniendo en esta etapa plantean más de una duda.
- Los profesores, ¿tienen una capacitación suficiente para atender a los alumnos con síndrome de Down? La limitada formación pedagógica de parte del profesorado de Secundaria, por ejemplo, dificulta la toma de medidas inclusivas.
Algunos de estas preguntas se relacionan con los puntos tratados en el presente capítulo, que favorecen o entorpecen la inclusión. Se podrían completar con otras relativas, por ejemplo, a la actitud social hacia la integración escolar de niños con síndrome de Down, la colaboración entre alumnos, profesores, padres e instituciones especializadas o la cooperación profesional, que abrirían campos de investigación sumamente interesantes. En la actualidad no contamos con datos fiables que nos permitan responder con objetividad a estas cuestiones, muchas de las cuales se vienen arrastrando desde hace tiempo (Cuadernos de Pedagogía, 1984, 1998; Monjas, 1995; Flórez y Troncoso, 1998). Estas incógnitas nos obligan a admitir que el proceso inclusivo tiene aún un largo camino por delante y que, respecto a la situación que estamos viviendo, es más adecuado hablar de integración que de inclusión educativa en la mayor parte de los casos, a pesar de que en la práctica, los alumnos con síndrome de Down lleven más de 20 años incorporándose de forma natural a las escuelas. A partir del próximo capítulo, nos adentraremos en el mundo de las personas con síndrome de Down y se presentarán diversas estrategias para el abordaje del proceso de enseñanza-aprendizaje de estos alumnos teniendo en cuenta sus características, con objeto de favorecer su inclusión en la escuela y su adecuado progreso educativo.
Bibliografía
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