Construcción de la identidad y bienestar mental
Construcción de la identidad y bienestar mental

Beatriz Garvía
Fundació Catalana Síndrome de Down

Sumario

  1. La identidad
  2. En el niño
  3. En el adolescente
  4. En el adulto

1. La identidad

Se entiende por bienestar emocional el estado de equilibrio entre las emociones, los sentimientos y los deseos. El bienestar emocional está en relación directa con la salud mental, física y social y con el concepto de identidad entendida como el conjunto de rasgos corporales, mentales y psicológicos que se van desarrollando a lo largo de la vida y que configuran la personalidad. 

Shalock (2003), para el que la calidad de vida de las personas con discapacidad intelectual se basa en los mismos criterios que para el resto de la población, afirma que la calidad de vida depende de condiciones objetivas, por un lado, y de la percepción o satisfacción que la persona tenga de esas condiciones de vida, por otro. Este autor articula la calidad de vida en ocho dimensiones y una de ellas es el bienestar emocional, que viene determinado por la felicidad, la seguridad, la ausencia de estrés, la espiritualidad, la satisfacción y el autoconcepto.

El concepto que tenemos de nosotros mismos va configurando nuestra identidad. Cuando nos planteamos preguntas como: «¿Quién soy?,  ¿Qué me gusta de mí?, o ¿Cómo querría ser?», intentamos dar un sentido a nuestra existencia, un significado individualizado, diferente del de los otros y caracterizado por la singularidad de cada uno. Y así definimos nuestra identidad.

El diccionario define la identidad como el conjunto de características, rasgos propios, datos o informaciones que son propias de una persona y que permiten diferenciarla del resto.

La identidad también hace referencia a la conciencia  que una persona tiene  de sí misma y que la convierte en alguien distinto a los demás. Aunque muchos de los rasgos que forman la identidad son hereditarios o innatos, el entorno ejerce una gran influencia en la conformación de la especificidad de cada sujeto.

Podríamos dar diferentes versiones del concepto identidad, pero todas coincidirían en que la identidad es una necesidad básica del ser humano. Como dice Fromm (1990): "La necesidad de un sentimiento de identidad es tan vital e imperativa, que el hombre no podría estar sano si no encontrara algún modo de satisfacerla". La identidad es como el sello de la personalidad. Es evolutiva y está en continuo cambio. No es una característica dada sino que se desarrolla y forma parte de la historia de cada persona. La identidad se empieza a construir desde el mismo momento del nacimiento, y se va estructurando a través de la experiencia propia y de la imagen de uno mismo percibida en los demás.

2. En el niño

Cuando un niño nace se le pone un nombre que suele tener un significado importante para los padres; ese nombre, que corresponde a un sexo concreto, va a determinar su identidad personal y su posicionamiento en el mundo: “yo soy”…  El nombre es uno de los primeros factores de identidad y ya es pensado antes del nacimiento (en el síndrome de Down no es extraordinario que se cambie el nombre que se había pensado para el bebé tras el conocimiento de la discapacidad). La formación de la identidad se realiza en función de la interacción con el medio externo. El bebé crece en la relación con el otro. Primero establece una intensa relación con la madre, relación que se amplía con la entrada del padre, para continuar con los demás miembros de la familia y se extiende, después, al resto de la sociedad. El niño empieza a conocer el mundo a través de esa relación con la madre y así comienza a diferenciarse él —como sujeto— del resto de las cosas. En determinados trastornos mentales, como el trastorno generalizado del desarrollo o en los rasgos autistas, observamos fallos en este proceso.

A medida que va creciendo, el niño va recibiendo la imagen que le ofrecen los demás y, junto con la percepción que tiene de sí mismo, va configurando su identidad, se va conociendo y se forma  una idea de cómo es. Así construye una imagen de sí mismo que le va a servir para manejarse en la vida, en las relaciones afectivas, personales y laborales de una determinada manera. En este sentido, y siguiendo a Montobbio (1995), destacamos la importancia de la necesidad que las personas con discapacidad tienen de «normalidad». Esta normalidad posibilita el crecimiento psicológico, en el sentido que lo describe Mahler (1984), y el consiguiente desarrollo del yo. Montobbio señala cómo todo niño con discapacidad alberga siempre un niño sano, con las exigencias afectivas y educativas propias de todos los seres humanos. El niño con síndrome de Down también construye su identidad, pero muchas veces no tiene los elementos suficientes para conocerse y su desconocimiento acarrea problemas de identidad que pueden reflejarse o confundirse con trastornos de conducta.

Hemos atendido consultas de niños pequeños, de primero de primaria, que vienen con “el cartel” de agresivos o el diagnóstico de trastorno de déficit de atención con hiperactividad. Tras la comprensión de su situación, hemos descartado los falsos diagnósticos previos entendiendo que  lo que les ocurría era que estaban percibiendo su “diferencia” y esta constatación les producía una intensa ansiedad.

Resulta, pues, fundamental ayudar al niño con síndrome de Down a conocerse, a percibir los elementos comunes que tiene con los niños con síndrome de Down y los elementos comunes que tiene con los otros niños. También lo que tiene de intrínseco él mismo.

Este conocimiento le va a ayudar a reconocerse y a aceptarse. Como dice Borbonés (2003): “hay parecidos que se deben a la trisomía como es el tener los ojos achinados o tener dificultades en el aprendizaje; pero también hay otros parecidos que no tienen nada que ver con el síndrome de Down como es el ser simpático, travieso o tranquilo. El niño tiene que descubrir las diferencias existentes entre el colectivo de las personas con síndrome de Down. El comprobar que cada cual tiene su propio estilo y su propia forma de ser, que las dificultades son de todo tipo (uno se puede expresar muy bien y otro no), y que las capacidades son también distintas, ofrece al niño la posibilidad de ir descubriéndose a sí mismo y a los demás. Al mismo  tiempo, el niño va descubriendo también las semejanzas que tiene con el resto de los niños sin discapacidad y, con todas estas percepciones, construye una imagen de sí mismo que va configurando su identidad”.

Cuando se trabaja la identidad, la aceptación de la discapacidad y el reconocimiento de las capacidades, la persona crece con un mayor conocimiento de sí misma y con un mayor grado de salud mental. Como afirma del Valle (1994): “La meta no es sólo la eliminación de los problemas, ni la eliminación del conflicto, sino capacitar al niño para vivir sus dificultades a plena luz de la conciencia y, a partir de ahí, ir aceptando y aceptándose, confiando y confiándose".

Cuando no se trabajan estos aspectos,  el niño percibe sus dificultades e incluso el rechazo que pueda generar. Y esta situación puede traducirse en problemas de conducta.

Vemos a niños de 5 ó 6 años, que empiezan a percibir su “diferencia” en la escuela. Les derivan los profesionales por problemas de conducta. Los niños ven, por ejemplo, que el compañero de al lado dibuja mejor o puede poner su nombre. Como ellos no pueden hacerlo, sienten rabia y presentan una conducta agresiva: rompen el dibujo de su amigo, se levantan de la silla y provocan e, incluso, desafían a la profesora. La reacción inmediata es enviar al niño al psicólogo, alegando un trastorno de conducta o derivarle a la escuela especial, por problemas de adaptación.

He atendido a niños de unos 6 años que, al preguntarles si saben por qué vienen a mi consulta, responden: “porque soy tonto”. Ante una respuesta así, explicarles que no son tontos (utilizando estas palabras), que lo que ocurre es que tienen síndrome de Down (es importante decir el nombre) y que por eso les cuesta trabajo hacer ciertas cosas, pero que también hay otras que realizan exactamente igual que el resto de los niños, no solo no les traumatiza, sino que  rebaja el nivel de angustia. Entienden que “no son tontos”, que hay una causa que explica sus dificultades y que pueden aprender a su ritmo. Evidentemente, no se trata de dar una explicación un día sino de iniciar todo un trabajo encaminado a ayudarles a descubrirse y a aceptarse; y, sobre todo, a no identificarse con la discapacidad exclusivamente.

2.1. ¿Cómo trabajar la identidad?

Para trabajar todos estos aspectos, el mejor encuadre es el grupo terapéutico, que se organiza para hacer un trabajo creativo en el que se tiene en cuenta el aspecto terapéutico, es decir, la mejoría individual. Pero también el grupo tiene un cometido, que es importante en sí mismo: se está haciendo algo en compañía de otros. Implicarse en un trabajo común tiene un efecto constructivo y terapéutico. La meta del trabajo común sería trabajar la identidad, la conciencia de sí mismo, el descubrimiento y la aceptación de la discapacidad y el descubrimiento de las múltiples capacidades.

Los grupos, formados por personas de la misma edad y condición se constituyen en espacios en los que se
analizan las ideas que sus componentes tienen respecto a su identidad. “El grupo les ofrece un marco terapéutico privilegiado, un espacio en el que poder elaborar, conjuntamente con otros, el conocimiento de si mismo” (Borbonés, 2003, 2004).

La técnica de la terapia de grupo no difiere de la psicoterapia individual, en cuanto a lo básico: el niño o el adolescente han de saber a qué vienen, han de trabajar desde la confianza y han de aceptar determinadas “normas” dentro del grupo. Las funciones  del terapeuta  consisten en establecer un setting, escuchar y observar, facilitar y coordinar la comunicación, señalar las intervenciones sobre las que es importante reflexionar, contener las ansiedades e interpretar las situaciones.

En primero de primaria, cuando se inicia el aprendizaje de la lectoescritura, es decir, alrededor de los 7 años para el niño con síndrome de Down, es el momento adecuado para empezar a hablarle de su discapacidad y también de sus múltiples capacidades, porque, como decíamos, el trabajar la identidad es fundamental para la aceptación de sí mismo y  para el establecimiento de unas buenas relaciones personales y sociales.

3. En el adolescente

La adolescencia es una época de crisis en cuanto a la construcción de la identidad y conlleva ciertos riesgos. Es el momento de la toma de conciencia de la discapacidad, el momento en que el adolescente con síndrome de Down busca a los iguales, para relacionarse, tener compañía y compartir actividades, pero también los rechaza porque no se acepta a sí mismo y porque rechaza el síndrome (se enamora de chicas sin discapacidad o de las monitoras). Es el momento de desear crecer o, por el contrario, el momento de favorecer las regresiones por falta de fuerza y de apoyo suficiente en lo que sería un proyecto de vida adulta.

El adolescente con síndrome de Down percibe lo que hacen sus compañeros de clase, sus hermanos y desea hacer las mismas cosas. Pero muchas veces no tiene la fuerza necesaria para oponerse al instinto protector de los padres no se reivindica,  y puede quedar anclado en la infancia y no salir nunca de la familia o de las familias alternativas (centros de día o residencias) y darse cuenta de que los otros mundos adolescentes son inalcanzables para él (Montobbio, 1995). Por eso es tan importante el apoyo en esta época de la vida.

Como decíamos al principio, no es fácil vivir con una discapacidad que está inscrita en la cara. Por eso, en la psicoterapia, el mecanismo de defensa que encontramos con mayor frecuencia, en la adolescencia, es la negación: “Yo no tengo el síndrome”; o el rechazo: “Quiero ir con chicos normales, los Down son feos” —decía un joven—. Deshacer este nudo es complicado. Muchos chicos y chicas se enamoran de los monitores o de sus compañeros de trabajo. Esta negación de la discapacidad genera mucho sufrimiento pues ellos mismos se colocan en una posición que produce rechazo: persiguen a las chicas, llaman por teléfono a todas horas, molestan…; y no es fácil discriminar si ese rechazo lo proporciona la discapacidad o la conducta intrusiva y carente de respeto hacia el otro.

Una adolescente que, en el momento de la primera consulta, con 13 años, negaba su discapacidad, explicaba que los fines de semana iba con sus amigas al cine, hecho que negaban los padres expresando que no tenía amigas.  La adolescente manifestaba su rechazo al síndrome de Down; le gustaban los chicos del instituto y se quejaba de que ellos salían los fines de semana y a ella no le dejaban hacerlo. Comenzó a tomar conciencia de su discapacidad y se volvió muy proyectiva: ”mi madre desprecia mi trabajo y se mete con mi vida, no me deja tener novio, no me deja salir”. Posteriormente, decía que se quería morir,  echaba la culpa del síndrome a los padres y pensaba que ellos no son sus padres porque  ¿de dónde ha sacado ella esa cara?  —preguntaba—. También decía que sus hermanos no eran sus hermanos, es decir, no tenía sensación de pertenencia a su familia. Un día le dijo a su padre: “Mírame a la cara, ¿qué ves?”. “A mi hija, que es muy guapa”. “Eso no me ayuda”, respondió, “Veo que tienes síndrome de Down, ¿es eso?” “Sí y estoy sufriendo mucho. ¿Me vas a querer siempre?”

“Yo no tengo el síndrome, lo tienes tú” —me decía otra joven—. Y eres fea y no quiero hablar de esto”.

Este discurso es frecuente y responde a un mecanismo de defensa —la identificación proyectiva—  mediante el cual  el sujeto atribuye a otro ciertos rasgos de sí mismo, que son rechazados y  que pasarán a tener las características de ese otro proyectado. Es decir, el individuo se enfrenta a conflictos emocionales y amenazas de origen interno o externo, atribuyendo incorrectamente a los demás sentimientos, impulsos o pensamientos propios que le resultan inaceptables; proyecta cualidades, deseos o sentimientos que producen ansiedad fuera de sí mismo, dirigiéndolos hacia algo o alguien a quien se lo atribuyen totalmente. Es difícil trabajar  estas patologías, pero, evidentemente, si no se abordan terapéuticamente no se resuelven y el sujeto continúa sin aceptarse y negando su condición.

Otro aspecto de la identidad es la identidad sexual, es decir, el sentimiento de pertenencia a uno u otro género. Este sentimiento hace que nos percibamos como sujetos sexuados, con un sexo determinado, que desembocará en conductas distintas según nos identifiquemos con un sexo u otro (Garvía, 2011). No hay que confundir la identidad sexual (percepción de uno mismo como hombre o mujer), con la orientación sexual (atracción sexual hacia hombres o mujeres).

La identidad sexual se define en los primeros años de vida, en la infancia, adquiriendo mayor fuerza en la adolescencia y pubertad. El adolescente va descubriendo su propio cuerpo al tiempo que va descubriendo sus sentimientos, gustos y preferencias.

En el síndrome de Down la aparición de las primeras manifestaciones sexuales produce mucha ansiedad en el entorno. Los diferentes aspectos del desarrollo evolutivo no llevan el mismo ritmo y nos podemos encontrar con una edad cronológica determinada, un desarrollo fisiológico, una edad mental y un desarrollo psico-afectivo que no son armónicos. Esta circunstancia produce una serie de manifestaciones de conducta que pueden llevar al profesional a emitir falsos diagnósticos.

Hemos atendido a adolescentes del mismo sexo que se tocan y experimentan, pero que no son homosexuales (están descubriendo sensaciones o imitando acciones que han visto), sino que tienen una sexualidad indiferenciada (pre-genital). También hemos visto niños de 9 o 10 años que se tocan los genitales aparentando una sexualidad precoz que no es tal.

Por tanto, en la pubertad y en la adolescencia, la observación y el conocimiento del individuo y el asesoramiento a las familias para trabajar, atender y entender las manifestaciones de la sexualidad es una tarea a tener en cuenta por los profesionales para prevenir la salud mental,  pues las crisis de identidad en la adolescencia son frecuentes y pueden derivar en brotes psicóticos o en descompensaciones seguidas de pérdida de contacto con la realidad. Por eso es tan importante trabajar la identidad desde épocas muy tempranas.

4. En el adulto

Por último, la identidad adulta está íntimamente ligada a la responsabilidad, a la mayor autonomía, a la toma de decisiones (cada cual según sus posibilidades) y al rol laboral, al trabajo, pues la entrada en el mundo laboral representa entrar en el mundo de los adultos (Montobbio, 1995). Este proceso es difícil para todos y más aún para las personas con síndrome de Down. Trabajar implica ser responsable, tomar decisiones y asumir el rol de trabajador, de adulto, reconocer su poder, hacerse cargo de las responsabilidades y de los derechos que conlleva y, a través de ese papel, aceptar el de los demás. Muchas personas con síndrome de Down no llegan a posicionarse como adultos y estamos plenamente convencidos de que esta situación no tiene que ver con la discapacidad sino con una educación infantilizante, que no ha favorecido el desarrollo.

Educar consiste en transmitir normas pero también en dejar crecer. Y, cuando existe una discapacidad, cuesta dejar crecer. El proceso educativo tiene un peso muy importante en la construcción de la identidad. Muchos de los mensajes que se transmiten a los niños sin discapacidad, no se utilizan para los niños con síndrome de Down: se les sobreprotege, se les permiten conductas desadaptadas. “Como es así, pobrecito”… y no recoge los juguetes  —lo hace el hermano—;  o duerme con los padres, o se le dan más caprichos; o no se le exigen responsabilidades. Todos estos aspectos educativos basados en la sobreprotección, en la pena o en el rechazo encubierto, influyen en la construcción de la identidad: el niño que crece en el “todo está permitido” y no va a preocuparse más que de sí mismo.

Hemos atendido a adultos que están trabajando en empresas ordinarias, ganando dinero y que, sin embargo, no se les ocurre comprar regalos para su familia en Navidad porque ellos son siempre receptores de regalos—; o que en el trabajo no llaman a nadie de usted porque no han sido educados para posicionarse en el mundo adulto—; o que no ceden el asiento en el autobús porque siempre se lo han cedido a ellos—; o que no atienden a un familiar enfermo porque ni siquiera se les informa de la enfermedad.

Pretender un comportamiento adulto enviando mensajes infantiles es un contrasentido y no favorece la salud mental ni el crecimiento personal.

Asimismo, en la tarea educativa de la persona con síndrome de Down se suele dar poca importancia a los valores, a la enseñanza de cuidar a los demás, a la solidaridad. Y mucha, en cambio, a los aprendizajes. Los aspectos humanos son los que nos hacen crecer como persona y no hay que olvidarse de ellos.

Muchas veces son los padres los que no acaban de aceptar la discapacidad del hijo y por eso no le hablan de ella, porque no pueden. Nos encontramos con jóvenes muy preparados, con grandes habilidades personales, pero que se rechazan a sí mismos, que niegan tener el síndrome de Down y que presentan importantes trastornos de conducta derivados de esta situación: de la no aceptación o construcción de su identidad.

La persona con síndrome de Down —¿y quién no?—  necesita confianza y necesita sentirse capaz para crecer y para configurar una autoestima lo más sólida posible que redundará en su salud mental. Y para ello tiene que aceptar sus discapacidades, descubrir sus potenciales y tener muy clara su identidad. Y respetarle.