¿Deben tener hijos las personas con síndrome de Down?
Hasta aquí, el marco general, aplicable a todas las personas que se plantean tener hijos. Vamos ahora al punto concreto que nos interesa, las personas con síndrome de Down. En ellas, como en cualquier otro ser humano, la demanda de tener hijos se inscribe en la lógica trayectoria del deseo sexual. La integración y la normalización determinan unas modalidades normales en la configuración de esa demanda: las personas con SD instruidas y educadas, puestas en un ambiente existencial normal, que observan por la calle parejas con sus hijos de la mano o jugando en los parques de la ciudad, que ven en la televisión o el cine la felicidad de tener una familia, están movidas a perfilar sus propios deseos según los mismos moldes. Además, la creciente autonomía de estas personas, consolidada por el sentimiento de independencia económica y de responsabilidad que les infunde la ejecución de una actividad productiva, aunque sea en régimen de empleo protegido, presiona en la misma dirección. A medida que el sujeto cobra conciencia de su propia adultez, capacidad e independencia y se percibe capaz de amar y ser amado, se resiste a permanecer anclado en el hogar familiar, quiere contraer matrimonio y aspira a crear él mismo una familia.
El principio de paternidad responsable implica que, si bien una pareja de personas con síndrome de Down puede desear tener un hijo, hay que examinar detenidamente si de verdad están en situación de traer responsablemente un nuevo ser al mundo. Tanto o más que las legítimas aspiraciones de los posibles progenitores, hay que tener en cuenta el derecho básico de todo ser humano a venir a la vida en las mejores circunstancias posibles. La atención a las necesidades de los nacidos es un deber fundamental de la familia y de la comunidad humana en su conjunto, que tienen que crear aquellas estructuras e instituciones que posibiliten el desarrollo armónico e integral de todos y cada uno de sus miembros.
La situación de las personas con SD presenta todavía no pocas carencias. Sin duda, su descendencia se va a ver condicionada directamente por esta situación. Se hablaría menos de este asunto si la situación fuese otra, y hacia ello debemos avanzar, como expuse en reiteradas ocasiones. No pretendo cargar el acento en las exigencias de una paternidad responsable sólo en este supuesto; hay muchas otras situaciones conflictivas en las que no se debería tener hijos y en las que también, por imperativo moral, se debería intervenir de alguna manera, al menos desde la vertiente educacional y de asistencia social, como así lo vienen haciendo (aunque creo que muy tímidamente) los diferentes Servicios Sociales. Y esto no es una postura antinatalista, porque nadie está diciendo que no se tengan hijos, sólo se dice que se tengan responsablemente, y éste es un criterio indeterminado que se concretará en cada caso concreto.
En la procreación, ¿busca la persona con síndrome de Down algo más que imitar una práctica extendida y socialmente valiosa? No obstante, aun cuando sus motivaciones fuesen realmente sinceras y éticamente aceptables, ¿están preparadas para llevar adelante con garantías mínimas de éxito la tarea por la que suspiran y que desean asumir? La crianza de un hijo requiere un alto grado de preparación y destreza de las que, hoy por hoy, no disponen en términos generales las personas con síndrome de Down. Por esta razón, apoyados en los criterios éticos antes propuestos, creemos oportuno afirmar que no parece conveniente ni recomendable que estas personas tengan descendencia y, por consiguiente, se hace necesario arbitrar los mecanismos pertinentes para que el ejercicio de su sexualidad no genere un embarazo para el que presumiblemente no están en condiciones. Lo cual no quiere decir, ni mucho menos, que aquellos que estén en condiciones para atender adecuadamente a sus hijos -con los apoyos precisos- y quieran tener hijos no lo puedan hacer. Lo único que pretendo subrayar es que hay que poner especial atención en no hacer de la reproducción un gesto inauténtico y contrario a los más elementales valores de la moral, que ante todo proclama el deber de no hacer mal a nadie (principio de no maleficencia) y promover el bien (principio de beneficencia)
Para las personas con síndrome de Down no es fácil hacerse cargo de las implicaciones y responsabilidades que acarrea tener un hijo, cuidarlo y educarlo, tanto porque su facultad de anticiparse al futuro es limitada, cuanto porque habitualmente habrá tenido pocas oportunidades de experimentarlo (no se le suele confiar el cuidado de un bebé). Hay que recalcar a través de todo el proceso educativo que un padre ha de ser capaz no sólo de cuidar al bebé, sino también de atender su desarrollo y educarlo durante la infancia y la adolescencia, con todo lo que eso supone. Muchas mujeres con discapacidad intelectual son sensibles ante el tema de la maternidad y miran al bebé como alguien de quien preocuparse y sobre quien prodigar afecto y calor: a menudo actúan en este terreno mecanismos de compensación de carencias del propio sujeto. Y aquí habría que introducir un elemento de sentido común: no es válido el argumento de que no existe el perfecto padre y de que nadie está suficientemente preparado para desempeñar esa misión. El criterio de proporcionalidad debe guiar nuestra actuación.
Me estoy acordando de una pareja que tenía unas ganas enormes de tener un niño y que se les hacía muy difícil ya aceptar los consejos que se les daba en sentido contrario. Entonces, aprovechando que una de las profesionales del Centro acaba de dar a luz, y lógicamente con su plena colaboración y la de su marido, se decidió llevar a vivir a su casa a la mujer con discapacidad intelectual con la consigna de que tenía que participar en todas las actividades de cuidado del bebé: creo recordar que fueron tres días los que aguantó… Ya no volvió a manifestar deseos de ser madre; gracias a este aprendizaje significativo, comprendió que una cosa son las ganas y otras las posibilidades reales.
En nuestra sociedad, tan sensible a la libertad individual y a la autorrealización, entendidas casi siempre desde el individualismo liberal, esta postura puede interpretarse como una merma de independencia de la persona, como una renuncia a conquistar un horizonte de mayor integración y autonomía. Algunos profesionales señalan la contradicción que sería el educar y permitir el ejercicio de una sexualidad normalizada y, no obstante, desaconsejar el tener descendencia. Se acusa esta situación como de grave discriminación: “Si tiene derecho a expresar plenamente su amor, sus deseos y su sexualidad, y desea tener hijos, no podemos negarle los apoyos necesarios para conseguirlo. Es un reto más, por supuesto, pero está en la línea de todos los que vamos afrontando”.
El conocimiento de la realidad da a la ética una base indispensable para acometer con rigor su tarea. Conocer el amplio entramado social dentro del cual se enmarcan las opciones en materia de fecundidad ayudará a comprender con mayor claridad la postura que hemos adoptado. Tener un hijo es una apuesta arriesgada. Hoy por hoy, de la misma manera que afirmamos que el matrimonio de las personas con síndrome de Down debe ser ensayado con todos los riesgos que pueda traer consigo, pues la posibilidad de un fracaso matrimonial no es razón bastante para disuadir de contraer nupcias y son más los beneficios que se pueden derivar de ese estado de vida que los perjuicios, también decimos que en el caso de la procreación la situación es radicalmente inversa y lleva a desaconsejar su ejercicio. En el caso de la descendencia, está en juego el bienestar de terceros inocentes, una realidad que altera sustancialmente el panorama y que debe ser debidamente ponderada.
Pero es que, además, tener hijos genera estrés y tensión en los padres, incluso a veces angustia, que pueden fácilmente bloquear a la persona con síndrome de Down. Y el embarazo puede suponer también un riesgo médico elevado para las mujeres con SD. Creo, por tanto, que hay razones más que suficientes para desaconsejar la reproducción.
Al adoptar esta decisión, nos parece que no sólo no quiebra ni sufre ninguna merma el proceso normalizador, sino que éste sale fortalecido, al insistir en sus pilares básicos y prevenir, al mismo tiempo, realizaciones negativas que restarían credibilidad al proceso ante los ojos de una sociedad que muestra todavía su desconfianza con respecto a las posibilidades reales de autonomía y realización humana de las personas con síndrome de Down. No creo, sinceramente, que se vulnere su dignidad humana, al contrario, el motor de nuestra reflexión sigue siendo su máxima promoción en todas las dimensiones posibles: no todo el mundo está preparado para todo ni tiene derecho a todo, no podemos confundir aspiraciones con derechos.
Hay que seguir insistiendo en que así como el derecho a casarse es un derecho fundamental del ser humano, por el contrario, no existe un derecho a tener descendencia, por lo que el plano de solución de esta cuestión es del todo diferente: no existe discriminación alguna, no hay violación de la dignidad humana, sino un ejercicio respetuoso y solidario de la responsabilidad propia del individuo y de la comunidad social. La ideologización de este debate puede resultar altamente perniciosa para todo el proceso emprendido de mejora de la calidad de vida de las personas con síndrome de Down, que tiene todavía una base frágil e inestable que hay que consolidar. Sólo un enfoque mutidimensional y una perspectiva a largo plazo serán útiles para alcanzar la meta deseada.