Jesús Flórez

Todos necesitamos algo que nos ayude a soportar el peso del mundo que nos rodea y el de nuestras experiencias interiores; algo que sustente y aporte unidad a una realidad rica en texturas como es la del mundo que nos rodea. Necesitamos impregnar nuestra vida de sentido. La psicología moderna coincide en torno a la idea de que atribuir un sentido a la vida es algo importante para el bienestar humano. La capacidad de hallar un sentido entre el complejo entramado de hechos que acaecen en nuestras vidas y en el mundo nos ayuda a sobrellevar mejor la ambigüedad y el desconcierto. Ya el psicólogo William James afirmó que la creencia en que la vida tiene un sentido ayuda a fijar en nosotros una mayor resiliencia, es decir, una mayor capacidad de resistencia y recuperación, ante las situaciones difíciles. Escribió: «Crea usted que la vida merece ser vivida y su creencia le ayudará a que así sea». También Nietzsche: «Aquel que tiene un porqué por el que vivir puede soportar prácticamente cualquier cómo».

Cada vez existe una mayor conciencia de la importancia del "afrontamiento centrado en el sentido", en el que, en palabras de Alister McGrath, «las personas se inspiran en sus creencias (por ejemplo, en la justicia, en lo espiritual), en valores (por ejemplo, "ser importante" para los demás), en las metas existenciales (por ejemplo, una finalidad en la vida o unos principios orientadores), para motivarse y para sostener su actitud de afrontamiento de los problemas y su bienestar durante un momento difícil».

El psicólogo social Baumeister afirma que las personas sienten la necesidad de dotar sus vidas de un significado y buscan entonces cuatro tipos principales de sentido: metas, valores, sensación de eficacia y una base para la autoestima. En principio, esas cuatro necesidades principales de sentido podrían derivarse de una única fuente; pero las investigaciones empíricas apuntan a que las personas tienden a extraer sentido de múltiples fuentes, como son la religión, el trabajo, la familia y las relaciones personales. El hecho de que exista una multiplicidad de fuentes de significado en la vida protege a los individuos del peligro de ausencia de sentido, ya que el desgaste de alguna de ellas (por ejemplo, una separación familiar) no tiene entonces por qué suponer una pérdida total de significación vital.

Lo expuesto nos plantea una extraordinaria reflexión en relación con nuestros hijos con discapacidad intelectual. Porque si el sentido asume tal importancia en el discurrir de nuestra vida (quizá presente en nosotros, a veces, sin tener clara conciencia), ha de ser algo que habremos de incorporar en sus vidas de manera decidida y concreta. Obviamente, poco ayudaremos a que el sentido penetre en sus vidas si previamente no lo tenemos concretado nosotros mismos en la nuestra. Lo cual no significa que el nuestro haya de ser necesariamente el suyo. Pero sólo desde la convicción de que dotar de sentido a nuestra vida nos resulta útil y beneficioso, podremos trabajar para que su vida se vea igualmente beneficiada.

Surge lógicamente una pregunta: «¿Y cómo será que él (mi hijo) lo puede alcanzar o construir su vida interior si se trata de conceptos abstractos?...».

Como siempre, va a ser necesario conseguir que algo aparentemente abstracto se incorpore en su camino a partir de la elaboración y vivencias de realidades concretas. Puede parecer un trabajo de orfebrería, pero no lo es cuando se trabaja desde las vivencias personales, esas que casi sin querer se transmiten en la coherencia vivida en el día a día, porque no hay mejor transmisión del sentido de cada vida que la propia conducta que de él emerge. Quienes tratamos de vivir en la tradición cristiana, poseemos una realidad verdaderamente transformadora: acogemos y sentimos la filiación divina como una realidad concreta, asequible, palpable, viva. No hace falta ver a Dios para sentirlo y disfrutarlo, especialmente cuando lo sentimos como Padre: un sentimiento que se transmite como algo que gratifica y vivifica. Nuestros hijos con discapacidad intelectual lo incorporan en su vida porque nada hay más positivo que vivir envuelto en la confianza que transmite la figura amorosa del Padre.

Un Padre que, además, les ofrece un hermano, Jesús de Nazaret. A quien pueden conocer, en su vida y en su palabra, a través de unos relatos vivos expresados en libros e imágenes acordes con su capacidad de comprensión. He ahí una fuente inagotable de presencia, amistad, confianza, seguridad. En la medida de su capacidad perceptiva y sentiente, nuestro hijo vive esa realidad que le permite dialogar, confiar, sentirse seguro, porque detecta que alguien le ama de manera singular. Su vida tiene sentido.

Todo esto, en momentos oportunos, puede ser explicado, hecho palabra sencilla y animosa, acorde con su capacidad de comprensión. Poquito a poco nuestro hijo lo irá interiorizando a su modo e incorporándolo en sus vivencias. Se sentirá más fiel a sí mismo, más rico en su autoestima, más seguro en su comportamiento y en sus decisiones.

Dotar a la vida de este sentido de filiación divina aporta madurez, coherencia, crecimiento interior. Valores todos ellos que nuestros hijos tienen derecho de alcanzar, y nosotros el deber de proporcionárselos.