Índice del artículo

Paternidad responsable

La tarea fundamental del matrimonio y de la familia es estar al servicio de la vida. En este sentido, el hijo es una bendición para los padres y como tal tiene que ser aceptado y comprendido. No se ostenta sobre los hijos un poder o un señorío inmediato y absoluto, no existe un derecho subjetivo al hijo. El hijo es un fin en sí mismo. Como dice Savater, “ser padres no es ser propietarios de los hijos ni éstos son un objeto más que se ofrece en el mostrador. Volvamos a los viejos planteamientos kantianos: lo que deben querer los padres es al hijo como fin en sí mismo”. El hijo no es un bien útil que sirve para satisfacer determinadas necesidades del individuo o de la pareja. La gratuidad es la ley de la transmisión de la vida humana. El bien del hijo debe dar el sentido principal a todos los dilemas que pueda plantear la fecundidad humana. Asistimos hoy a lo que se podría llamar una cultura y moral del deseo, muy peligrosa, en virtud de la cual lo que se desea ardiente e irresistiblemente se impone de forma absoluta y legitima modos de conducta. El deseo puede derivar en obcecación y convertirse en enajenación existencial. Debe insistirse en que el hijo no puede ser buscado para llenar ningún vacío de nuestra vida, no puede ser utilizado para encontrar reconocimiento social o para imitar roles, sino que habrá de ser amado y deseado por sí mismo: los hijos no se merecen, nunca se tiene derecho a ellos.

Por otra parte, siendo verdad que los hijos son un valor intrínseco y una bendición para los padres y para la comunidad social, también es cierto que no es suficiente con traer hijos al mundo. Ser padre es cuidar y estimular el crecimiento de todas las dimensiones de los hijos. Los padres deben ser capaces de responder a estas exigencias, atentos a desarrollar todas las virtualidades de su hijo, que pide desarrollarse en todas esas direcciones. Los hijos no sólo son un don para la pareja, son también una tarea, una responsabilidad que en no pocos momentos resultará ser una difícil y pesada carga. Por eso, antes de embarcarse en la maravillosa aventura de tener un hijo, hay que examinar sinceramente si de verdad se está en disposición de traerlo a la vida con un mínimo de garantías. No se trata, obviamente, de pretender unas circunstancias absolutamente ideales, sino tan sólo de que existan ese conjunto de características que hagan viable a priori la crianza y desarrollo óptimos del nuevo ser. Se trata de guardar una cierta proporcionalidad entre el objeto que se pretende y nuestras actuales disposiciones, con sentido común y equidad.

En el pasado apenas se planteaban interrogantes ni sobre la procreación, ni sobre las responsabilidades inherentes, ni mucho menos sobre el sentido de la fecundidad humana. La reproducción era considerada como el resultado natural y esperado de la decisión de contraer matrimonio, porque casarse -lo hemos visto- no era tanto formar una pareja cuanto más bien crear una familia. Con la idea de “paternidad responsable” se pretende afirmar que este campo tan íntimo e importante de la existencia ha de conducirse por medio de decisiones sensatas, razonables, en un clima de amor y libertad. Todas las esferas de la vida del ser humano deben estar bajo el signo de la prudencia y la responsabilidad. La paternidad responsable supone prestar atención a las condiciones físicas, económicas, psicológicas y sociales que envuelven el acto de procrear. Una decisión ponderada puede significar tanto traer un nuevo ser a la vida, como tenerlo en otro momento o no tener un hijo. No es, por consiguiente, un concepto sólo cuantitativo, sino eminentemente cualitativo. No es una decisión prima facie egoísta y calculadora, sino que está movida por razones morales que la justifican. Por otra parte, destacar el papel insustituible de los esposos en este campo no equivale a afirmar su soledad en la toma de estas decisiones. Los cónyuges tienen derecho a confiar y pedir la ayuda de la sociedad en orden a la mayor libertad y responsabilidad posibles de las propias opciones.

A la sociedad corresponde, a través de diversos servicios y personas, la obligación de prestar esa ayuda, suministrando la información adecuada y los medios y condiciones necesarios. Acompañar en la que debe ser una decisión libre, basada en razones proporcionadas, informada y responsable, en materia de espaciamiento o limitación de los nacimientos. Estas decisiones se toman con bastante espontaneidad en la mayor parte de las parejas, sin necesidad de cálculos complicados ni de reflexiones prolongadas y difíciles. Pero las decisiones no resultan siempre tan transparentes.

Los deseos y aspiraciones no pueden ser equiparados a los derechos. Lo que ha de ser reconocido, en cambio, es el derecho de un niño a nacer de un acto de amor de sus padres, así como el de no ser expuesto a un riesgo desproporcionado de unas condiciones de vida insuficientes que pongan en grave peligro su integridad física o psicológica. La conciencia ética de la Humanidad protesta contra todas las situaciones en las que los niños no son tratados con la dignidad que se merecen.

Teniendo en cuenta la importancia de estos principios y reconociendo que existen situaciones particularmente difíciles, que pueden poner en grave peligro el desarrollo armonioso del individuo, hay que afirmar que a menudo la única medida apropiada para asegurar que el niño sea protegido eficazmente radica en no llamarlo a la vida. Como dice Sánchez Monge: "Dios no crea al azar y sería una injuria para él la procreación irresponsable, traer al mundo seres humanos que no pudieran vivir en condiciones medianamente dignas". El principio de no maleficencia y el de beneficencia obligan a ello. Lo esencial es que un hijo no puede ser fruto solamente de un deseo, de un capricho o de un instinto, sino de una opción libre y, por tanto, responsable. El mero voluntarismo es siempre insuficiente y, a menudo, resulta perjudicial. Hay que poner en el centro de la decisión sobre la conveniencia o no de engendrar el bien mismo del nasciturus. Muchos de nuestros lectores son católicos, por eso conviene subrayar que el Papa JUAN PABLO II se pronuncia en esta misma línea:

"Desgraciadamente, sobre este punto el pensamiento católico está frecuentemente equivocado, como si la Iglesia sostuviese una ideología de la fecundidad a ultranza, estimulando a los cónyuges a procrear sin discernimiento alguno y sin proyecto. Pero basta una atenta lectura de los pronunciamientos del Magisterio para constatar que no es así. En realidad, en la generación de la vida, los esposos realizan una de las dimensiones más altas de su vocación: son colaboradores de Dios. Precisamente por eso están obligados a un comportamiento extremadamente responsable. A la hora de decidir si quieren generar o no, deben dejarse guiar no por el egoísmo ni por la ligereza, sino por una generosidad prudente y consciente que valore las posibilidades y las circunstancias, y sobre todo que sepa poner en el centro el bien mismo del nasciturus. Por lo tanto, cuando existen motivos para no procrear, ésta es una opción no sólo lícita, sino que podría ser obligatoria".