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Beatriz Garvía
Psicóloga Clínica
Fundació Catalana Síndrome de Down Barcelona

Salud mental y retraso mental

El concepto de salud mental es complicado de definir debido a que su contenido es valorativo. Las diferencias culturales, las evaluaciones subjetivas y los paradigmas científicos hacen difícil consensuar una definición. Pero todos entendemos que la salud mental se refiere al bienestar emocional y psicológico del individuo, en estrecha relación con la salud física y social.

La definición de retraso mental se basa actualmente en tres criterios internacionales aceptados: La CIE-10, el DSM-IV y la clasificación de la AAMR y se centra en tres criterios comunes: el nivel intelectual (inferior a 70), la capacidad de adquirir habilidades básicas para el funcionamiento y la supervivencia y el inicio anterior a los 18 años. Hemos mantenido el término de retraso mental porque es así como aparece en las citadas referencias internacionales. Actualmente, sin embargo, ese término es sustituido por el de discapacidad intelectual o mental.

Aunque no es fácil definir el trastorno mental, cabe considerarlo como la presencia de un comportamiento, o de un grupo de síntomas identificables, en la práctica clínica diaria, que en la mayoría de los casos se acompaña de malestar o interfiere en la actividad del individuo. En los manuales de diagnóstico internacionales, el concepto de retraso mental se contempla como un diagnóstico específico dentro de lo que entenderíamos como un trastorno mental; este hecho ha llevado a suponer que una persona con discapacidad, por el mero hecho de serlo, presenta problemas o alteraciones en su salud mental. Pero esto es absolutamente falso si consideramos la definición expuesta al inicio. Es cierto, sin embargo, que las personas con retraso mental pueden presentar, o no, problemas psicológicos o psiquiátricos parecidos a los de la población sin discapacidad, con pequeñas diferencias relacionadas con la especificidad de algunos síndromes, con el entorno psicosocial y con su afectación cognitiva y comunicativa. Esto quiere decir que, en todo caso, las personas con discapacidad intelectual pueden tener también trastornos mentales.

Fue en el año 1999 cuando el Dr. Novell introdujo en España el término diagnóstico dual para referirse a las personas que, teniendo un retraso mental, padecen también un trastorno psicológico o psiquiátrico. Hasta entonces, e incluso ahora, se atribuían los trastornos de conducta o de personalidad a la propia discapacidad. Y es que el concepto de discapacidad engloba de tal manera a la persona que no deja lugar para otros aspectos, bien sean las capacidades inherentes que tiene o los problemas psicológicos o psiquiátricos que pueda presentar. Pongamos un ejemplo: si un niño sin discapacidad se succiona el pulgar, se muestra impulsivo o no manifiesta interés por relacionarse socialmente, seguramente sea fuente de preocupación o de consulta a un profesional. Pero si esto le ocurre a un niño con SD, el problema se atribuye al retraso y se piensa que ya madurará o, lo que es peor, que no podrá superarlo porque la causa está en el síndrome. De esta manera llegamos a encontrarnos con situaciones muy cronificadas por las que no se ha consultado nunca, porque en la persona con síndrome de Down se ha dado prioridad a la salud física y a la rehabilitación.

Aunque la bibliografía en castellano, que hace referencia a los problemas de salud mental de esta población, es muy escasa porque los profesionales no han centrado su atención en las personas con discapacidad intelectual, hemos de tener en cuenta que el retraso mental afecta a un 2% de la población en los países desarrollados. Por otra parte, el término diagnóstico dual, puede producir una cierta confusión pues también se aplica a las personas que padecen alguna toxicomanía o adicción. Pero en nuestro caso el diagnóstico dual se refiere a la coexistencia de un trastorno mental en una persona que tiene discapacidad intelectual, concretamente síndrome de Down. La experiencia nos dice que las personas con síndrome de Down presentan menos trastornos mentales que el resto de la población con discapacidad intelectual y, los que presentan, en su mayoría son susceptibles de ser analizados y atendidos.

En la actualidad, y gracias a la integración social de las personas con discapacidad intelectual, vemos niños con SD en las escuelas ordinarias, adultos que van por la calle solos, que utilizan transportes públicos, que trabajan, que tienen un grupo de amigos, que están ahí, en la sociedad, compartiendo situaciones y relacionándose con el resto de las personas. Esto ha generado cambios muy positivos que van desde el cuidado de la imagen y la estética hasta la atención de todo tipo de problemas, incluidos los trastornos psicológicos a los que, antes, se prestaba menos atención. En consecuencia, constatamos que las personas con SD acuden cada vez más a las consultas de los especialistas de salud mental para que sus problemas sean, igual que ocurre con el resto de la población, diagnosticados y tratados.

Más aún, la incorporación creciente de la persona con síndrome de Down a un mundo cada vez más complejo y cargado de estímulos estresantes y condicionamientos de todo tipo, puede suscitar en ella reacciones no menos complejas en su comportamiento ante una realidad que quizá no comprenda o abarque en su totalidad, debido a su menor capacidad adaptativa y a sus dificultades de expresión. Esas reacciones pueden tomar la forma de conductas no aceptables, disruptivas o incluso peligrosas. Podemos, pues, afirmar, que las necesidades de atención psicológica de la persona con discapacidad intelectual son las mismas necesidades que las de la población general, si bien presentan una serie de peculiaridades que se tienen que respetar y que trataremos de analizar en estas páginas. Conociéndolas, padres y profesionales ganaremos en seguridad a la hora de enfrentarnos ante determinados comportamientos, sabremos diferenciar entre lo que es aceptable y lo que no lo es, seremos capaces de prevenir el agravamiento de una conducta, y aprenderemos a aportar formas de terapia que, en definitiva, mejorarán sustancialmente la calidad de vida de la persona con síndrome de Down.